lunes, 31 de agosto de 2015

En MEXICO hay total libertad para asesinar a indocumentados.


"Recen por mí”. Esas fueron las últimas palabras de la hondureña Eva Hernández a su madre, Élida, en una mala conexión telefónica en la noche del 22 de agosto de 2010. La joven de 25 años estaba por subirse a una furgoneta que la llevaría a ella y a 72 hombres y mujeres más a la frontera de Honduras con México y a Estados Unidos.

 Eva quería llegar a lo que consideraba la “tierra prometida” para encontrar un trabajo que le diera suficiente dinero para mantener a sus padres y sus tres hijos pequeños en El Progreso, Honduras. Pero ella y sus compañeros de viaje, salvo uno, no llegaron al destino deseado. Dos días más tarde, cuando Élida miraba por televisión el noticiero nocturno en la sala de estar, su peor pesadilla se hizo realidad

Las imágenes de los cuerpos sin vida de 72 hombres y mujeres colmaron la pantalla, víctimas de lo que ahora se conoce como la primera masacre de San Fernando, localidad en el norteño estado mexicano de Tamaulipas. Élida reconoció la ropa de su hija en uno de los cadáveres. “Al día siguiente compramos los diarios para ver si podíamos confirmar que era ella por las fotos. Sentía que era ella, pero no estaba segura, nadie quiere ver a su hija muerta así”, expresó Élida.

 La única información sobre cómo se desarrolló la masacre surgió del testimonio de su único superviviente, que desde entonces vive con terror tras recibir numerosas amenazas de muerte. Élida no tenía dinero suficiente para viajar a Tegucigalpa a exigir más información o medidas de la embajada mexicana en la capital hondureña.

Y nadie se comunicó con ella, tampoco. Las investigaciones recién comenzaron a tomar ritmo cuando una organización de derechos humanos contactó a la familia. Dos años pasaron antes de que Élida recibiera una llamada de la embajada de México en Tegucigalpa confirmándole que Eva había muerto. “Entré en shock. Sospeché que era ella pero nunca quieres aceptar que tu hija está muerta. Al igual que Eva…, la gente muere en esa ruta todo el tiempo. Todo lo que quiero es justicia para que esto no vuelva a suceder”, subrayó, conmovida. Élida no está sola.

La masacre de San Fernando ofrece un indicio de una crisis impactante que se estaba gestando desde hace años. Hombres, mujeres y niños, en una búsqueda desesperada de mejores oportunidades de vida o bajo amenaza de muerte de bandas criminales en la América Central marcada por la violencia, se aventuran en esta peligrosa travesía con poco que perder salvo sus vidas. Las pandillas criminales – se cree que algunas operan en connivencia con las autoridades mexicanas – atacan a los migrantes en el camino.

Las mujeres son secuestradas y víctimas de trata sexual. Los hombres son torturados y muchos son secuestrados para pedir un rescate. Pocos llegan a la frontera sin haber sufrido el abuso de sus derechos humanos. Muchos desaparecen en el camino y nunca más se les vuelve a encontrar. Las cifras impactantes apenas comienzan a contar su historia.

Seis meses después de la masacre de San Fernando, 193 cadáveres fueron encontrados en 47 fosas comunes en la misma localidad. Un año después, 49 torsos desmembrados, al parecer de migrantes indocumentados, aparecieron en la ciudad de Cadereyta Jiménez, en el vecino estado de Nuevo León. En 2013, una comisión forense integrada por los familiares de los migrantes, organizaciones de derechos humanos, antropólogos forenses y funcionarios gubernamentales comenzó a identificar los restos de las masacres.

 Según datos oficiales del Instituto Nacional de Migración de México, los secuestros de migrantes aumentaron 10 veces entre 2013 y 2014, con 62 denuncias registradas en 2013 y 682 en 2014. Las autoridades mexicanas se apresuran a culpar de los abusos a poderosas pandillas criminales, haciendo caso omiso de la evidencia que apunta a que las fuerzas de seguridad también suelen estar involucradas en los secuestros y asesinatos.

 Pero los desaparecidos de México son invisibles.

 O, al menos, las autoridades hacen la vista gorda. Mientras tanto, los relatos de muerte y sufrimiento siguen acumulándose. Pocos días después de la masacre de San Fernando, el entonces presidente mexicano Felipe Calderón se comprometió a aplicar un plan coordinado que acabara con los secuestros y asesinatos de los migrantes. Cinco años después, poco se ha hecho.

 El actual presidente, Enrique Peña Nieto, eligió una estrategia de seguridad y no de derechos humanos para encontrar una solución a la crisis de migrantes que vive su país. En una reciente visita a Washington felicitó al presidente estadounidense Barack Obama por su plan para proteger de la deportación a millones de inmigrantes indocumentados que viven en Estados Unidos, y lo describió como un “acto de justicia”.

 Simultáneamente, Peña Nieto hizo muy poco para remediar los abusos contra los migrantes que suceden en su propio país. No existen fórmulas mágicas que resuelvan esta compleja maraña de delitos, drogas, violencia y connivencia oficial, pero no hay duda de que las autoridades mexicanas pueden y deben hacer más para erradicarla.

 Asignar más y mejores recursos para llevar a cabo investigaciones eficaces de las masacres y ofrecer protección a los miles de migrantes que cruzan el país son dos medidas que no pueden demorarse más.

 Al hacerlo México enviará el fuerte mensaje de que las autoridades mexicanas quieren verdaderamente aplicar la justicia en el caso de los migrantes. Ya conocemos las macabras consecuencias que tiene el no hacer lo suficiente.

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